En una ciudad menos poblada, el transporte era puerta a puerta y, muchas veces, los niños viajaban gratis desde la escuela hasta la puerta de su casa.
Haber esperado un colectivo también es parte de la historia de Neuquén, cuando casi todo era distinto. Los recorridos eran más cortos y las calles de tierra. Los choferes conocían a casi todos los pasajeros y a los pibes que iban a la escuela muchas veces no les cobraban el boleto. La familiaridad era tal que a algunos les tocaban la bocina en la puerta de la casa para que subieran y llegaran a tiempo al trabajo, en un pintoresco servicio puerta a puerta.
Aunque no todos los recuerdos son tan románticos, cuentan muchos pasajeros que viajaban desde el oeste de la ciudad hacia el centro, que en muchos de esos colectivos la ventilación eran los huecos del piso por el que veían pasar el pedregal de las calles que aún no tenían pavimento. Qué tenían que hacer equilibrio, pisando las orillas de los escalones de ascenso y que los adormecía por las mañanas el típico traqueteo. Eso sí, a nadie dejaban a pie o “a pata” como se decía en aquellos tiempos.
Evan Carlos Aguilar, más conocido como Don Lito, fue uno de los impulsores del Boleto Estudiantil ya que, según dicen, no les cobraba a los estudiantes. Era frecuente para los pasajeros escuchar esas vocecitas “¿Me lleva Don Lito?” junto al asentimiento con la cabeza accediendo con una sonrisa al pedido. Tenía el taller de reparación en la calle Chaneton al 100 y muchas de las reparaciones las realizaba en los tornos de la Casa Luge, de su amigo Federico Luge. Después con el tiempo la empresa paso a ser de los socios “Arroyo – Rodríguez”.
El oficio del colectivero consistía en una multiplicidad de tareas que los choferes debían cumplir en las calles de un Neuquén un poco más hostil y con vientos más frecuentes y severos. Sergio Sepúlveda recuerda también de sus días de chofer:
“Además de manejar, teníamos la boletera para cortar los boletos y también dar el vuelto. Sumado a eso que los coches andaban siempre llenos, quizás a media mañana se reducía un poquito la cantidad de gente y después al mediodía entre las dos y media a cuatro, pero después veníamos repletos. A veces veníamos con las puertas abiertas, con gente parada en los estribos y desbordados», dijo.
«Recuerdo cuando andábamos por ejemplo por la calle Antártida, desde Catriel a Collón Curá, que veníamos atrasados por ahí en medio de esos tierrales y lo cierto es que no podías atrasarte ni dos minutos, porque por entonces andaban cuatro inspectores que controlaban permanentemente. Unas jornadas terribles en las que a la noche llegabas a tu casa todo roto de esas jornadas de viento, tierra y la presión de los pasajeros que, aunque muchos eran amigos a los que veíamos todos los días, también estaban los otros de los que por ahí recibíamos un insultito», agregó.
«Se laburaba parejito casi todos los días, pero si llegaba a haber alguna fiesta como Navidad o Año Nuevo, o los días de cobro, la gente se amontonaba en las garitas. Hay que pensar que entonces no había tantos autos como ahora. Laburábamos a full porque no nos podíamos atrasar ni un momento porque ya teníamos el otro coche atrás. Teníamos una frecuencia de siete minutos, hoy muchas veces como poco, podés llegar a estar más de media hora en una parada esperando un colectivo», dijo.
«Anécdotas miles, pero, por ejemplo, para mencionarte alguna, una vez una chica de unos treinta años que iba con un vestido largo hasta los tobillos, toca timbre para bajar por la puerta trasera en la zona de la vieja terminal de la calle Sarmiento y se le engancha la punta de ese vestido con la puerta. Cuando yo la veo por el espejo que ella ya estaba abajo, yo arranqué, pero no me había percatado de que le había enganchado la ropa y menos mal que el vestido terminó rajándose porque si no la hubiera arrastrado. Esos eran riesgos muy frecuentes de nuestra tarea», señaló.
«La otra anécdota que te puedo contar de un inspector que era pariente mío y una tarde por navidad a eso de las dos me tocaba tomar el turno, un día feriado en el que no había tanta gente, salí a dar la primera vuelta y me olvido de bajar la planilla, en eso sube él y me hace un informe. Yo le pedí de todos modos que pasara por alto la cuestión apelando al parentesco y a la amistad, pero eran muy estrictos por ese entonces y me sancionó igual. Yo agarré mi cartera, me bajé del colectivo re caliente y le dije: “Tomá ahí lo tenés, seguí vos” y me fui a mi casa», recordó.
«Antes no cualquiera manejaba un colectivo, había muchas exigencias, no bastaba con tener un carnet y subir nomás. Eran casi el mecánico de la unidad, siempre pendiente de las ruedas o de bolilleros, por ejemplo. Manejando tenías que atender la boletera y dar el vuelto de billetes y monedas. Hoy los colectivos tienen cajas automáticas la mayoría, antes eran todos con palanca de cambios. Los Fiat traían una caja de cambio que en dónde le errabas un cambio después no se lo podías poner más y tenías que bajar las vueltas para poder meter otro cambio. Eran otras épocas», dijo.
Y agregó: «Había otra familiaridad y también otra camaradería. Compartíamos con los compañeros asados en la empresa junto a los dueños. Era costumbre que cuando ingresaba un colectivo se lo dieran a algún chofer para que lo fuera a asentar y podías ir para el lado de la cordillera o para el mar».
«Si tuviera que volver a trabajar en los colectivos volvería, pero no como chofer, si no como Jefe de Tráfico. Neuquén ha crecido mucho y la mayor parte del flujo de pasajeros se da hacia y desde el oeste de la ciudad. Sería interesante re estructurar a mi criterio los recorridos teniendo en cuenta esto. Incrementando servicios en la Confluencia y otros que recorran rotativamente la ciudad desde Parque Industrial, bajando por Casimiro Gómez entrando nuevamente a Neuquén, pero con más coches y frecuencias cada diez minutos», expresó.
«En el colectivo también teníamos historias de amor. Yo creo que el 97% de los choferes conocimos a nuestras esposas trabajando en el transporte”, cerró.
Y no sólo historias de amor, también testimonios de antiguos pasajeros que le permiten a la memoria recuperar lugares de Neuquén que ya no están, como el de Héctor:
“Yo de pibito trabajaba limpiando las hojas de los patios del Barrio Militar y cuando juntaba para poder comprarme un par de zapatillas me tomaba el Ñandú frente a la Escuela de Policía para irme hasta Andresito y a la vuelta para volver a casa me lo tomaba en “El Viejo Botín”, dijo.
Orlando recuerda: “Yo viajaba del centro al aeropuerto y muchas veces nos teníamos que bajar a empujar por que se paraba en cualquier momento y era toda una aventura”
Hoy el recuerdo del Ñandú nos lleva con destino a la nostalgia con boleto de ida y vuelta y al bajar nos damos cuenta que haber hecho ese viaje una vez más, valió la pena.
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