Los colores de los colectivos es un tema que siempre está en boca de todos los fanáticos del transporte. Es algo que caracteriza a Buenos Aires (y a otras partes del país) y que con el paso del tiempo se fueron «destiñendo».
El avance de granes grupos empresarios sobre empresas independientes hizo que las flotas cambien sus colores a modo de homogeneizarlas. No hay ninguna ley que lo impida por lo cual, si una persona compra una línea de colectivos, podría colocarle el color que más le guste o dejarla con los que tiene.
En estos últimos años, mucha empresas han cambiado de colores y de diseños exteriores como es el caso de la mítica Línea 60, que ha perdido el color amarillo para ser solamente roja y blanca con un número grande en su lateral.
Estos cambios no son algo aislado. En otros países de Latinoamérica también han realizado este tipo de cambios. En Chile, más precisamente en Santiago, la flota del Transantiago pasó por varios colores en estos últimos años. Primero se reestructuraron las líneas y ahora los buses pasarán a ser todos de color rojo (y eléctricos), continuando con el proyecto de RED Movilidad.
Ahora en Bogotá, los buses azules 0 km quieren que sean verdes y un periodista de un medio de ese país publicó un artículo de opinión al respecto.
El Artículo original fue redactado por Ernesto Cortés para El Tiempo en Bogotá, Colombia
El color de los buses, nuestro mal menor / Voy y Vuelvo
Yo no sé si ocurra en otras regiones del país, pero en Bogotá somos expertos en armar trifulca por todo. Como si nos faltaran problemas por resolver –qué tal el millón de empleos que se han perdido en la pandemia, las miles de empresas quebradas, la lenta recuperación de la economía, la incertidumbre de los jóvenes por su futuro–, ahora resulta que nos hemos enfrascado en un debate porque a los buses del Sistema Integrado (SITP) les cambiarán de color. ¡Hágame el favor!
La historia es simple: desde hace varias semanas, más de 300 buses eléctricos se encuentran guardados en un patio, sin entrar a operar aún porque se les quiere cambiar el color a verde. Vienen de China y antes de que finalice el año serán 500, la cuota inicial de lo que debería ser el transporte público del futuro: limpio.
Esos buses llegan a la ciudad por gestión del exalcalde Enrique Peñalosa y de su entonces gerente de TransMilenio María Consuelo Araújo, que recibieron palo porque incluyeron flota de gas y Euro VI también.
Mucha tinta se ha gastado alrededor de este debate, y los gobernantes de turno pagaron un alto costo en imagen y prestigio por cuenta de ambientalistas y seudoambientalistas que reclamaban buses eléctricos como si la plata nos sobrara. Pero llegaron.
El punto es que ahora la discordia –una más, como si no nos sobraran problemas, insisto– es por el bendito cambio de color. Que si se dejan azules, que si mejor verdes, que para qué el cambio, que eso cuánto vale, que quién lo paga, que lo que se quiere es promover el color del partido político de la alcaldesa, que eso es botar la plata, que hay algún negocio oscuro, en fin.
Dije aquí hace ya un tiempo que lo peor que le podía pasar a una ciudad era ponerles apellido a sus obras, como si fueran del alcalde de turno y no de los ciudadanos que pagamos impuestos. Samuel Moreno detestaba TransMilenio y su color rojo porque solía decir que era como ver una valla peñalosista rodando por la ciudad. Lo enfurecía el tema y prometió acabar con él una vez fuera alcalde. Hoy sigue preso.
Recuerdo que también hubo varios intentos por erradicar el famoso eslogan de ‘Bogotá, 2.600 metros más cerca de las estrellas’, por la misma razón, hasta que sabiamente se suprimió cualquier marca personalizada para la ciudad.
Pero, volviendo al tema de los buses y su fachada, el problema no es si se les cambia el color o cuánto cuesta. Ya dijeron que eso lo paga Enel-Codensa. La pregunta es para qué. ¿En qué cambia eso la realidad del transporte público en Bogotá? ¿Qué diferencia hay entre que sea un bus eléctrico azul o marrón o verde, como se pretende ahora?
La explicación del gerente es que así se podrá identificar a los vehículos ambientalmente amigables. Tampoco lo entiendo. Y si esa es la razón de fondo, por qué no se le cuenta a la gente, por qué no se socializa el tema, por qué no se llenan de argumentos para evitar que el mensaje se tergiverse, como en efecto sucedió. Pasó lo mismo con la ciclorruta de la séptima, un día cualquiera se impuso para evitar el debate público.
Si la lógica es que se quieren distinguir los buses contaminantes de los no contaminantes, por qué no se ordena que todo vehículo eléctrico que se venda en la ciudad sea verde y listo. Si el cambio de color en el servicio público significara una mejora en la prestación del servicio, una mayor seguridad para el pasajero, mejores desplazamientos, pocas demoras, recorridos más cortos y eficaces, vaya y venga.
Cambiar el color de los buses es innecesario, a mi modo de ver, así no nos cueste un peso. Ahora bien, si la decisión está tomada, como también lo expresó el gerente de TransMilenio, ¿de qué sirve patalear? ¿De verdad creen que eso se convertirá, como en el caso de los articulados rojos, en una valla para Claudia López y su movimiento político? ¿Hasta ese grado llega la polarización? ¿Amenaza eso la gobernabilidad de la ciudad? ¿Les resta méritos a otros partidos políticos que se sentirán en desventaja? ¡Por favor!
Si para algo ha servido este debate –a todas luces insulso– es para confirmarnos, una vez más, que en Bogotá seguimos más preocupados por la forma que por el fondo de las cosas. Guardar buses para pintarlos en secreto fue darles un papayazo a los políticos para que se despacharan en críticas contra la Administración y para alimentar unas redes que magnifican lo que no merecería más que un anuncio. Hay mucha susceptibilidad alborotada con este asunto.
Si para algo ha servido este debate –a todas luces insulso– es para confirmarnos, una vez más, que en Bogotá seguimos más preocupados por la forma que por el fondo de las cosas
Insisto: no veo la necesidad de cambiarles el color a los buses de azul a verde, pero tampoco una estrategia política y conspirativa detrás de todo. Y si así fuera, ¿eso le importa a la gente? Las obras, y quiero reiterarlo, son de quienes las pagamos, deberían llevar nuestro sello, nuestra impronta, así como la palabra Bogotá (Bacatá en muisca), que no le hace honor a figura alguna sino al lugar donde nacieron aquellos que poblaron estas tierras antes de la llegada de los conquistadores.
Lo que sí resultaría indecoroso sería que los buses eléctricos siguieran parqueados sin prestar servicio alguno mientras los que contaminan a mares continúan rodando.
Nuestra ciudad tiene desafíos en salud, pues no se descartan nuevos brotes de covid; en seguridad, particularmente en sectores donde la situación se ha vuelto crítica, como Engativá, Usaquén o Bosa; en el nuevo auge de los migrantes venezolanos, en el manejo y control del espacio público, en las protestas que se avecinan. Deberíamos estar dando un gran debate sobre estos asuntos.
Amigos, en serio, hay hermanos y sobrinos que perdieron sus trabajos en esta crisis, parientes que murieron por el covid, adolescentes preguntándose por su futuro, ¿de verdad creen que importa de qué color pintan los buses del SITP?
¿Es mi impresión o… íbamos haciendo un papelón con aquello del ranking del Banco Mundial?
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