La odisea de viajar en Buenos Aires. Episodio 2: Colectivos

Una nueva entrega de la serie de reportes de Rolling Stone sobre uno de los grandes problemas de la Ciudad: el colapso del tránsito y el desafío de mejorar el transporte público.

Cada día, casi 10 mil colectivos porteños transportan a 5,5 millones de personas que en muchas casos no están felices con el servicio. En 2016, la Comisión Nacional de Regulación del Transporte recibió 27.530 denuncias, la mayoría por excesos de velocidad y malas condiciones del servicio. El colectivo es quizás el gran símbolo del transporte público de la Ciudad de Buenos Aires y del conurbano, un emblema de sus limitaciones históricas. Y es también el foco que eligió el macrismo para contrarrestar el fracaso de su promesa de expansión subterránea. El Metrobús, upgrade conceptual de lo que antes conocíamos simplemente como carriles exclusivos, es el caballito de batalla del Pro en materia de Transporte.

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14 de diciembre de 2013. Usain Bolt avanza en cámara lenta y abre los brazos como los abren los futbolistas sin pase. Mira hacia la derecha y sólo apura el tranco cuando el 59 ramal La Lucila amaga con alcanzarlo. Once segundos después cruza la meta, saluda al chofer y a Guillermo Dietrich, entonces subsecretario de Transporte porteño. Chicanea al chofer del 59 pasándose la mano por el cuello, posa con los hijos de Dietrich y ensaya su pose victoriosa -el ángulo inclinado con los índices al frente- antes de sacarse otra foto, esta vez junto a un Mauricio Macri de camisa arremangada y mocasines sin medias.

«Fue uno de los días más importantes de mi vida», dice Dietrich, hoy ministro nacional de Transporte, sobre aquella jornada en que el hombre más rápido del mundo corrió frente al Teatro Colón y ante 30 mil personas, en otra performance de marketing político 100% PRO. Esa inauguración del Metrobús 9 de Julio marcó el cuarto año de vida de los carriles exclusivos, que ya suman 62,5 kilómetros en ocho corredores en la ciudad: Juan B. Justo, Norte, Norte II, Sur, San Martín, 9 de Julio, Autopista 25 de Mayo y Del Bajo. Promocionados como la herramienta que benefició el traslado diario de 1,4 millones de personas, son el caballito de batalla de una obsesión gubernamental: aislar al transporte público del caos creciente en las calles porteñas. Son prácticos y baratos (un kilómetro de subte cuesta más de 2.000 millones de pesos; uno de Metrobús, 80), lo que la jerga emprendedora llama quick win: una acción para construir poder y sumar credibilidad en el corto plazo y con mínimo esfuerzo.

Para la inauguración del Metrobus 9 de Julio en diciembre de 2013, Usain Bolt corrió contra una unidad de la línea 59. «Fue el día más importante de mi vida», dice Guillermo Dietrich, entonces subsecretario de Transporte porteño. Foto: LA NACION / Guadalupe Aizaga

El 5 de mayo de este año la inauguración del tramo de La Matanza evidenció su poder. Minutos después de la apertura, los principales medios replicaron las gacetillas que avisaban que los tiempos de viaje se habían reducido a la mitad. El acto dejó fuera de juego a la intendenta peronista Verónica Magario, que tuvo que soportar el triunfo visitante en el distrito más poblado del país. Cuando pudo hablar, le pidió a Macri que la obra llegara a la Ciudad Autónoma «para que todos los matanceros podamos disfrutarla». Antes de las elecciones de medio término, el Gobierno insistió con las inauguraciones en el conurbano. El 6 de octubre habilitó el carril exclusivo de la Ruta 8 (Tres de Febrero-San Martín) y otra vez mandaron los números: 120 mil pasajeros beneficiados a lo largo de 3,4 kilómetros. «Esto queda para siempre y es para la gente», predicó Dietrich.

La Casa Rosada proyecta expandir la red bonaerense, además de abrir otras en Neuquén, Mar del Plata, Santa Fe, Corrientes, Córdoba y Mendoza. El sistema «es positivo en ordenamiento vehicular, seguridad y reducción de tiempos. Pero ya encontró su techo», advierte Felipe González, sociólogo y magíster en Ciencias Urbanas e Informática por la Universidad de Nueva York. «Salvo Libertador, no hay avenidas anchas para seguir haciéndolos. ¿Cuál es la agenda para los próximos cinco o diez años, más allá del Metrobús?»

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La crisis mundial del 30 golpeó a Buenos Aires con ferocidad. En un contexto de desempleo alto y migraciones a la ciudad, los dueños de taxis empezaron a operar autos compartidos. Los llamaron «colectivos». Con más capacidad y menos controles, a mediados de los 30 ya le peleaban la calle a los tranvías de capitales extranjeros: había 68 líneas contra 82 de la competencia. El Estado empezó a intervenir con timidez e incautó algunos colectivos, pero la mayoría siguió operando en los suburbios en forma independiente, relata Patricia Brennan en el informe «Subvención, regulación y propiedad del transporte colectivo en la región metropolitana de Buenos Aires», publicado por la CEPAL.

Durante el peronismo el Estado subió la inversión para mantener el servicio y ensayó una planificación mínima. Para los 60, el colectivo había ganado la partida para siempre, gracias al crecimiento de las plantas automotrices y la expansión de la región metropolitana. (Los trenes ya no se extendían; su edad dorada había terminado medio siglo antes). Los operadores fueron obligados a organizarse como sociedades de capital, aunque los nuevos propietarios eran en realidad los viejos: empleados públicos que recibieron unidades y líneas como indemnización por su trabajo previo. Por tres décadas, la planificación quedaría en manos de empresarios debutantes.

Once, con más de 93.000 pasajeros, es el segundo Centro de Transbordo más popular. Por Constitución pasan más de 105.000. Foto: LA NACION/ Archivo

A mediados de los 90 el menemismo fijó más exigencias para obtener los permisos. Obligados a grandes inversiones, los operadores abandonaron o se concentraron. Sin embargo, una combinación de más autos, peores congestiones y desempleo galopante bajó la cantidad de viajes en colectivo por primera vez en la historia. La crisis de 2001 volvió a golpear a la demanda, en una implosión que marcó el debut de los subsidios. La devaluación y la suba del petróleo derivaron en un esquema que garantizó la operación pero siguió deteriorando la calidad. Después de una reactivación kirchnerista que no implicó mejoras estructurales, el macrismo redujo los subsidios, fiel a su ortodoxia fiscal. Con la inflación por encima de los deseos de la Casa Rosada, las empresas -que en muchos casos empeoraron el servicio, con frecuencias más espaciadas- se quejan de los recortes e insisten en volver a aumentar el boleto.

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En diciembre de 2016, un estudio del Consejo Económico y Social porteño (CESBA) y la Universidad de Palermo arrojó datos preocupantes. Un equipo dirigido por la investigadora de la UP Mónica López Sardi usó un decibelímetro clase 2 -registra intensidades y frecuencias en línea con las reacciones del oído humano- para tomar muestras de 15 minutos en seis locaciones clave de la ciudad, en distintos días y horarios. La esquina del Obelisco emitía 76,2 decibeles. En una actualización de marzo de este año, todos los puntos superaban los 70 db autorizados para las zonas comerciales.

Silvia Caponetto, jefa de Fonoaudiología en el Hospital de Clínicas, agrega que los subtes llegan a 80 db y los colectivos a 85, con picos de 115 en Santa Fe y Juan B. Justo a las 8 de la mañana. «Una barbaridad», ya que a partir de los 70 puede haber lesión, explica. El estudio del CESBA y la UP recuerda que los niveles superiores a 80 «favorecen la aparición de comportamientos agresivos» y hacen de Buenos Aires una ciudad propensa a los estados de «nerviosismo, estrés, frustración e impotencia», con consecuencias que van de los cambios en el ritmo cardíaco a la aparición de comportamientos agresivos, pasando por alteraciones en el ciclo del sueño.

Ya en 2010 la BBC se ocupó del tema. Estudios de la Organización Mundial de la Salud habían ubicado a Buenos Aires como la ciudad más ruidosa de Latinoamérica, sólo por encima de Nueva York, Tokio y Nagasaki. La cadena británica lo explicaba por la combinación letal de «trenes que corren por el corazón de la ciudad», «automovilistas impacientes que tocan la bocina en los pasos a nivel» y una «red de colectivos que se lanzan a las calles empedradas con sus motores ruidosos y sus frenos chirriantes».

Buenos Aires no puede vivir con los colectivos y no puede vivir sin ellos: cubren toda la ciudad y, a pesar de los baches nocturnos, circulan las 24 horas. Pero el sistema está en crisis: la rivalidad histórica con el subte superpone las trazas en vez de complementarse; los recorridos tienen una concentración asimétrica; no hay una autoridad que regule la operación en la ciudad, los municipios y la provincia. Esa agencia, explica González, podría evaluar la eficiencia de los recorridos, potenciar la capacidad negociadora del Estado y proyectar mejoras concretas. La bonificación de trasbordos, por ejemplo, bajaría cargas y reduciría tiempos.

Para el secretario de Transporte de la Ciudad, Juan José Méndez, la app BA Cómo Llego -que avisará en cuánto llega el colectivo- puede resolver una parte de los conflictos que enfrenta el servicio de colectivos cada día. Foto: GCBA

Mientras las empresas culpan a las obras constantes y la protesta social (con el reclamo persistente de que se aplique el protocolo antipiquetes), el oficialismo mapea flujos y comportamientos. Las cuatro líneas con más pasajeros son las 60, 152, 28 y 159. Los Centros de Trasbordo más populares, Constitución (105.441 viajes diarios), Once (93.365), Liniers (91.914) y Retiro (81.450). A las 5 de la tarde más de un millón de personas se suben a un colectivo para volver a casa. Aunque hay consenso general sobre el éxito del Metrobús, la experiencia de viaje del colectivo porteño también está hecha de filas interminables y unidades colapsadas, sobre un asfalto que se construye y se destruye muy rápidamente.

Cuando le preguntan por una de las dinámicas más enervantes de los colectivos porteños -la espera prolongada seguida de la aparición súbita de varias unidades pegadas- el secretario de Transporte Juan José Méndez responde que «las líneas atraviesan un montón de barreras: congestión, actividades logísticas, entradas y salidas de las escuelas… Los bondis se acercan entre sí, quedan detenidos y después llegan juntos». Por ahora, la solución del gobierno es la eliminación progresiva de pasos a nivel.

«Hay que reconocerlo», dice Méndez. «Hoy salís de tu casa para tomar el transporte público y muchas veces no sabés con qué te vas a encontrar. No anda el subte y hay miles de personas tratando de tomar el colectivo.» El funcionario está convencido de que la tecnología puede resolverlo: «Desde fin de año, la app BA Cómo Llego te va a avisar cuándo viene el colectivo. Hoy pensás dos veces antes de esperar 40 minutos a las 3 de la mañana. Yo no me arriesgo. Pero si tenés la información, no te estresás». También confía en la incorporación de cámaras, que «mejoraron un montón la percepción de seguridad en el subte». No en vano, dice, los paradores de Metrobús están tan iluminados. «Además te protegen de la lluvia y del sol, hay asientos… Se va cerrando un círculo perfecto. Cuando te sentís en control, ya no tenés nada que envidiarle al auto. Sos dueño de tu destino».

Leé la primera entrega de La odisea de viajar en Buenos Aires. (Subte)

Leé la tercer entrega de La odisea de viajar en Buenos Aires. (Ferrocarril)

 

Fuente:

Rolling Stones

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