Viven estresados de tanto timbrazo, insultos y queja. Muchos llevan las secuelas marcadas en el cuerpo. Todos están expuestos como pocos a la delincuencia. Y nunca se detienen. La vida según los hombres que te llevan a destino. Una crónica de caminos cíclicos.
La garita es un refugio. Es la única que está en la Plaza Roma. Es un cubo que mide lo mismo que un baño químico: poco más de dos metros por un metro quince de ancho. Desde las dos ventanas que le intentan dar una inútil entrada de aire se ve a alguien. Tiene algunos papeles en la mano, con los que se abanica. No aguanta el calor y lanza un suspiro. Tiene la cabeza calva transpirada. Su camisa blanca está toda mojada. Transparenta. Carlos Rosales se levanta y apoya sobre el marco de la puerta de plástico, que está un poco abollada: quizá sea el rastro de una patada con bronca. Por momentos mira su reloj. Le quedan menos de veinte minutos de descanso antes de subirse al 159 ramal azul. Otra vez. Debe hacer el recorrido de vuelta. Irá hasta la terminal de la rotonda Juan María Gutiérrez, en Florencio Varela, bajo la sombra de la autopista Buenos Aires-La Plata. «Ahora estoy en el azul, que dentro de todo es un poco más tranquilo, salvo una villita que hay por Bernal», dice mientras ceba un mate amargo con yerba lavada. «Dentro de todo, dentro de todo», repite.
A Carlos, a comienzos de 2016, dos ladrones le apuntaron con un arma para robarle. Los pocos pasajeros del colectivo que manejaba también fueron víctimas. Era de madrugada. No recuerda bien en qué calle se subieron, pero sí, y le da gracia, que sacaron la SUBE y pagaron el boleto. «Antes de llegar a la villa sacan el arma. ‘¡Esto es un asalto!'», relata. Como si fuera un montaje, detalla las secuencias: «Billetera, celular, roban a pasajeros, dicen que no hagan ningún movimiento, ¿viste?». Hace ademanes a pesar de tener el mate y el termo. Para él fue un hecho más, no le da mucha importancia. «Esto es normal».
A pesar de la cantidad de situaciones, los organismos oficiales desconocen el porcentaje aproximado de delitos contra los choferes. No hay un informe actualizado sobre los casos. El último data de 2014. En esas hojas la Unión Tranviaria Automotor (UTA), el gremio que nuclea a los trabajadores del sector, aseguraba que había 20 robos por día, con un aumento los fines de semana. El doble que en 1994.
Desde el Ministerio de Seguridad de la Nación tampoco realizaron un relevamiento de las denuncias realizadas en los últimos años. «Eso le corresponde a cada divisional», responden desde la entidad. O sea que cada comisaría debe encargarse de llevar a cabo una estadística, para afrontar una posible solución. Sólo en Buenos Aires hay 53, y cuatro son de la Metropolitana.
«Se hacen reuniones distritales para pedir más operativos. La Policía tiene la mala costumbre de hacer los operativos estáticos. Nosotros lo que pedimos son operativos móviles, que no estén en una esquina». El reclamo es de Rubén Andrés Flores, delegado de la línea 266, que teje como una red de telaraña las localidades de San Francisco Solano, Rafael Calzada, Burzaco, Florencio Varela, Temperley, Avellaneda, Lanús, Quilmes y Lomas de Zamora. Nunca se asoma a la Ciudad.
Rubén fuma. Tiene a mano un paquete de cigarrillos Marlboro de 20. Prende uno, lo termina, aplasta la colilla en el cenicero, prende otro. Cuando lo termine, repetirá los movimientos. Ya no mira lo que hace. En el techo de su oficina se levanta una humareda. Un poco se disipa con un ventilador que está colgado y hace ruido. Las aletas de metal no tienen todos los tornillos. Habla con el cigarrillo en la boca. Uno de sus teléfonos celulares suena seguido. Le preguntan sobre vacaciones. La voz socarrona le interrumpe las palabras a quien llama. «Ya está, ya está, está todo arreglado eso. Listo, dale», responde y corta. Se fastidia.
«Disculpame», dice y se prepara a seguir: «Entonces, lo que pedimos son operativos móviles, porque la cana está en una esquina y el chorro va a otra y listo, te roba».
* * *
La línea 266 es una de las pocas en el Conurbano cuyas unidades -algunas- tienen cámaras de seguridad. El 30 de julio del año pasado se difundió una filmación nocturna en el interno 113. Cerca de las seis de la mañana, sobre la calle Zapiola, en Temperley, un joven vestido con un buzo y capucha se acerca al colectivero. Sin mostrarla demasiado, apunta con una pequeña arma negra. Le ordena que maneje sin parar. El ladrón mira hacia atrás constantemente, pero no descuida a su presa. La cámara trasera muestra cómo hace el resto del trabajo su compañero, que también porta un arma: les pide a los pocos pasajeros que hay mochilas, camperas, cadenitas, celulares y hasta tiene tiempo de revisarlos. Pero el robo salió mal.Viajaba un prefecto de civil que sacó una pistola y le dio dos disparos. Su compañero dejó al chofer y huyó.
El caso generó un sinfín de comentarios en las redes sociales y varios medios televisivos repitieron el video hasta el hartazgo. Según el delegado, eso ayudó un poco: «Ahora los chorros ven venir a dos bondis y si uno es el 266, roban el otro, ¿entendés?».
Hace 22 años que trabaja en la empresa EVG S.A. Dejó su puesto como transportista de equipaje en el Aeropuerto de Ezeiza para seguir un deseo personal. «Cobraba más guita que acá y me vine porque yo quería ser colectivero», cuenta.
«A mí me gustaba esto», piensa, y deja su cigarrillo por primera vez en el cenicero. No está terminado. «El ambiente, el laburo, la forma de trabajar… me gustaba todo», concluye. Se da cuenta de que pronuncia el verbo en pasado. Le gustaba.
Dice que con la llegada de la tarjeta SUBE pensó en que se disminuiría el peligro, porque ya no iban a estar las máquinas obsoletas en las que se introducían las monedas. «Antiguamente te pedían permiso para robarte. ‘Disculpame, te voy a robar’, te decían. Como nosotros antes manejábamos plata, te pedían disculpas los tipos cuando te iban a robar. Dame la plata, pum, se iban y no jodían a ningún pasajero. Y la violencia fue in crescendo. Ahora se suben y por cualquier motivo te terminan pegando un puntazo, apuñalando, te dejan con un corte en la cara».
Sentado sobre una banqueta está Daniel Ribero. Desea contar algo, pero hace silencio. Espera a que Rubén termine. Mientras tanto, observa por la ventana, hacia la playa de estacionamiento de la empresa, donde unos mecánicos le ponen aceite a un motor, limpian los asientos y se fijan el grado de aire en los neumáticos. El colectivo parece un gigante sin vida.
Daniel estuvo treinta años al mando de los colectivos de la 266 hasta que se jubiló. Ni bien termina de hablar su compañero, arranca: «A mí un día a las seis de la mañana me subieron con una Ithaca para robar a ocho pasajeros. ‘Vos, dame tu zapatilla’, ‘Vos, dame tu remera’, ‘Vos, dame tu campera’… Con una Ithaca para robar a ocho pasajeros».
«Pero a las seis de la mañana», insiste. «¿Y cómo cargaron las cosas? A un papá le pidieron un bolso que llevaba cosas para su mujer que estaba internada, que tuvo familia. Y ahí cargaron todo».
Levanta un poco su pantalón jean hasta la rodilla. «Mirá, esto me hizo un chorro, que me pegó con un palo».
Ambos creen que hubo un gran cambio de época, un quiebre entre las formas que tienen los ladrones de salir a delinquir en los colectivos. Hay un modelo de ladrón actual: el que roba en grupo, el que hace emboscadas: unos se suben en una parada y en la siguiente está el resto. Vacían el coche.
«Estos son diferentes, son con más violencia. Más en estos tiempos», dice Daniel. Prefiere echarle la culpa a la situación del país. Rubén también: «Estamos en el medio de una historia de la que no tenemos nada que ver».
Una de las últimas resoluciones de la Provincia de Buenos Aires en 2016 fue el ordenamiento de instalar cámaras de seguridad en las unidades para «que filmen en tiempo real y almacenen las imágenes durante un período cierto, en las condiciones que establezca la reglamentación».
La iniciativa fue presentada por el diputado de Cambiemos Martín Domínguez Yelpo en concordancia con el ministro de Seguridad bonaerense, Cristian Ritondo. La ley tiene 60 días para ser reglamentada. A partir de ahí, en seis meses los colectivos que circulen por la Provincia de Buenos Aires deberán filmar todo, todo el tiempo.
Para Yelpo hay «15 hechos por día en la Provincia, pero solamente son visibles los que son contra el chofer». «Hay varios puntos del Conurbano que son conflictivos, como Quilmes, Bernal, Bunge. Hay villas, barrios con cocinas de paco, pero también están los que salen de los boliches».
El funcionario dice que sabe del tema. De padre colectivero y secretario General Adjunto de la UTA, manejó micros de larga distancia y también es delegado de la UTA desde 2006. En la actualidad preside la Comisión de Transporte bonaerense.
Uno de los grandes obstáculos a los que se enfrentan los choferes diariamente ante un hecho delictivo es a la posibilidad de que el coche sea secuestrado por la Policía para realizar averiguaciones. Lo que le hace perder un día de trabajo. Por eso, Yelpo sentencia: «Las cámaras no van a solucionar el problema completamente».
Lo mismo cree Roberto Ciccioli, presidente de la empresa Transportes Ideal San Justo S.A. que posee al 4, 49, 86, 88, 96, 185, 193, 205 y 621: «No se va a arreglar nada. El tipo viene con un pasamontaña y listo. Es una fantasía popular eso de que se arregla con una camarita».
«El problema es que hay que terminar con la fábrica de ladrones del Conurbano», resalta. Pide «leyes más duras» para evitar robos y agresiones contra los choferes.
A finales de julio de 2008, la línea 96 estuvo de paro por 48 horas y una semana entera de 22 hasta las 5 de la mañana. Hubo una discusión, un ataque y una muerte. Un detenido que está libre.
A los cien metros, Hernán Encina vio que le levantaron la mano y detuvo el colectivo en una de las paradas de González Catán. Antes de que el pasajero subiera, le pidió que dejara el vaso de cerveza que llevaba.
-No podés pasar con eso.
-Si voy a pagar-respondió el hombre.
-Por favor no pases con eso. Se puede volcar. Dejalo ahí, en la vereda.
El hombre quiso pasar igual. Estaba borracho. Hernán insistió con que no podía dejarlo entrar. Discutieron unos minutos. El sujeto tiró la cerveza al cordón de la vereda. Pagó su boleto sin decirle a dónde iba. El colectivo arrancó. Nada iba a terminar ahí: a los pocos metros atacó por la espalda al chofer. Le dio ocho puñaladas con un cuchillo de carnicero. Le atravesó el cuello, el tórax, el estómago y la zona abdominal. El asiento, volante y los vidrios delanteros se llenaron de sangre.
«El tipo después abrió la puerta y escapó», cuenta Jorge Encina, el hijo. Y no se inmuta cuando enumera los hechos, los cuchillazos y el grito de dolor de su papá.
Un colectivero de la línea 620 que pasaba por esa calle notó el moribundo pedido de ayuda de su colega. Lo llevó hasta la guardia. El hombre le había dejado heridas de hasta ocho centímetros. Dos días después, Hernán falleció en el Hospital San Mauricio, de González Catán.
Quizá los casi diez años que pasaron desde aquel día le dieron a Jorge una fuerza tremenda para seguir adelante e incluso trabajar en la misma empresa y observar todos los días el número 96.
«Al tipo lo denunciaron unos vecinos que vieron su remera ensangrentada y les llamó la atención», relata. Dice, con bronca, que «la Justicia de este país es bizarra».
«Le dieron una condena menor y hoy este tipo está libre». Sospecha que el hombre todavía toma el colectivo 96.
Luego de la muerte de Encina comenzó a crecer la posibilidad de que se instalen cabinas con vidrios blindados. Pero por diferencias entre las empresas y el gremio, principalmente por los costos, nunca aparecieron.
Los choferes no sólo son «rehenes» de las decisiones de estos dos bandos, sino también de las propias Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART), que, en algunos casos, reciben presiones para que no otorguen mucho tiempo de reposo en caso de enfermedad. En la silla del conductor siempre debe haber alguien. El colectivo nunca se para.
Miguel Escalante sufrió la amputación del dedo índice de su mano derecha en un intento de robo en la línea 112. Los ladrones, que se habían escondido entre los asientos al terminar el recorrido, lo sorprendieron a punta de pistola y obligaron a recorrer parte de Lanús para realizar un raid delictivo. Eran casi las doce de la noche y no pudieron robar nada. Le ordenaron que pusiera su mano arriba del teclado. Con un matafuego se la destrozaron.
«Estoy saliendo de kinesiología», cuenta. «Pero esta profesión es así, ¿viste? Estoy de licencia por ahora, pero me duele y no sé cuántos días me van a dar», se preocupa.
«Dota (la empresa que tiene al 112) es un monopolio, ¿viste? Ellos quieren que te den el alta rápido para que vuelvas a trabajar ya».
Para Ramón Ángel Toro, delegado de la línea 5, la culpa también la tiene la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT), porque «miran para otro lado».
«A la empresa le favorece que el médico te mande a laburar; los únicos que presionamos somos nosotros, los trabajadores», reclama. «Siempre está la pelea de los delegados para ver qué le justificaron, qué no le justificaron, por qué…», cuenta.
La línea 5, a finales de noviembre, también fue al paro. Un grupo de ladrones se subió cerca de Flores. Para ellos era el botín perfecto: el colectivo estaba lleno. Cuando la unidad se acercó al barrio Piedra Buena, uno desenfundó un arma y les pidió a todos «colaboración». Según Toro, confundieron a un pasajero con un policía y comenzaron a disparar. Una de las balas pegó en el respaldo del asiento del chofer, a centímetros de la nuca. Al otro día volvió a trabajar.
Más allá de las secuelas físicas, los colectiveros sufren traumas psicológicos y estrés por este tipo de situaciones, consideradas en su mayoría como «normales». A su vez, pueden derivar en enfermedades crónicas que están supeditadas al maltrato de los propios pasajeros, por prestar atención a varias puertas al mismo tiempo, el sonido insistente de los timbres, el tránsito, los asientos y posturas al manejar.
Según el informe «Trabajo, sueño, alerta y estrés en conductores de colectivos», encargado por la UTA y realizado por profesionales del CONICET y Hospital Austral, el 24% tiene hipertensión arterial, 55% sufre somnolencia, 8 de cada 10 tiene sobrepeso, varices y hasta colon irritable.
«Es común estar tanto tiempo sentado y que te llenes de varices. Yo tengo varices y eso que siempre hice deporte, eh. Yo siento molestias, dolores en las cervicales. En las articulaciones», cuenta Damián Horacio Camarano mientras limpia el interior del colectivo que está a punto de manejar, el 148, en Constitución. «Con el tiempo hasta te cuesta pronunciar las palabras. Siempre hablé claramente y ahora la R me cuesta», detalla.
Daniel, de la línea 244, tiene «450 de colesterol y todo por los nervios». Cree que es culpa de la presión por tener que llegar a tiempo a la estación de Lomas de Zamora, para que los pasajeros puedan conectar con el tren Roca. También, por las quejas diarias que recibe, a golpe de martillo, sin poder reaccionar.
«Tengo la columna rectificada, principio de hernia de disco y lumbalgia», dice Miguel Escalante, de la 112.
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La Plaza Roma parece una muestra a escala de la estación Constitución. Más de diez colectivos cargan pasajeros. Cada cinco minutos hay una fila nueva. El calor pide que se busque la sombra de un árbol. Las filas se deshacen. El humo de una improvisada parrilla al paso reúne a taxistas en un ritual de charlas sobre Boca, Macri, el culo de Cinthia Fernández y el fin de año. En la garita de Lavalle y Bouchard, Carlos Rosales le da el último sorbo al mate. Tira en la tierra lo que quedó del agua caliente del termo. Se encamina hacia el colectivo. Hace poco volvió a trabajar. Una hernia lo dejó sin movilidad. Piensa en el recorrido, en los casi 50 kilómetros que tendrá que hacer hasta la terminal. Dice que su familia tiene miedo por todo lo que ve en televisión. Pero insiste: «Esto es así». Carlos no sabe que en poco más de un mes un compañero suyo terminará con cortes por un intento de robo y la línea 159 estará de paro.
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