Se llama Marcelo Prigioni, empezó a ser colectivero a los 18 y hace un año y medio que se jubiló. En su hogar atesora más de 14 mil fotos de época, antiguas boleteras y rollos de boletos, monederos y hasta una campaña que anunciaba la parada. Una “pasión fierrera” sin límites.
«Esperame un cachito que tengo más cosas». Marcelo Prigioni, santafesino, chofer de colectivos de alma y corazón, empieza a traer bolsas y bolsas llenas con objetos de un valor histórico incalculable. No para de hablar, y en sus palabras suenan expresiones de otras épocas: los rollos de boletos que se usaban de tal o cual año, la numeración de los coches, las tapas de los Mercedes Benz que se usaban en los volantes de los coches urbanos como bocinas.
«Ah, y tengo una campaña que se usaba como timbre. Bancame que ya la traigo: es una joyita», dice entusiasmado, y sale al trote a buscarla. Logró juntar 14 mil fotos, todas relacionadas con líneas de bondis de la ciudad y de todo el país. Con 57 años, casi 58, empezó a ser chofer de colectivos en su plena mocedad, a los 18. Se jubiló hace un año y medio. Con todo, fue colectivero durante cuatro décadas.
Su pasión por el oficio es para él demasiado fuerte: hoy tiene en su hogar una especie de museo casero de objetos antiguos, todos relacionados con los colectivos. Y cada pieza guarda una historia, representa un modo en que la gente se movía hace 40 años o más. «Es una locura la que siento por los fierros, tanto colectivos como autos», admite Prigioni, en una entrevista con El Litoral. De hecho, tiene una página que se llama Colectivos Santafesinos en el Recuerdo, y hasta un programa de automovilismo que transmite por YouTube.
Uno de los tres perros de Prigioni se acerca a fisgonear la pequeña montaña de piezas de colección, donde hay de todo: botones de bocina de los colectivos Mercedes Benz 911, insignias para bocinas de coches 1112 y 1518 del año 1970; lucecitas de color azul del mismo año, que se utilizaban como adorno adentro de los coches; monederos de dos y cuatro encastres.
Hay dos mesas llenas de joyas de otra época. La lista sigue: una bocha de la palanca de cambio de 1974 de un colectivo de la Línea Nº 10; máquinas boleteras de metal (tiene 18 en total, algunas sin usar), y rollos, rollos y más rollos de boletos; guías de manejo, unos «palos» de metal que servían para que los colectivos de antaño no se llegaran puesto a los autos. Aún guarda con cariño un carterín de cuero con su nombre (de los que usaban antes los choferes), un planillero y las hojas de ruta donde se registraban todos sus recorridos.
«Y, mirá… El bichito del coleccionismo me picó gracias a mi vieja. Ella fue un ser maravilloso que me enseñó todo lo bueno que una madre puede enseñar: ser educado y ser honesto. Todo eso tiene relación con el hecho de haber sido colectivero y de haberme recibido de periodista deportivo», confiesa Prigioni, al borde de la emoción ante el asalto del recuerdo emotivo.
Encuentro
Los días 25 y 26 de mayo, se realizará frente a la Basílica de Guadalupe (Javier de la Rosa 623) el «Encuentro Multimarca Nacional» edición 2023. Se trata de una mega exposición de «fierros» (colectivos, autos, etcétera). La entrada consiste sólo en la entrega de un alimento no perecedero, es decir, que el evento tiene una finalidad benéfica.
De la SUBE a las boleteras
Hoy, todo el mundo usa la tarjeta SUBE, la cual se apoya sobre el aparato electrónico y listo: se anda en colectivo. Pero antes, el colectivero era eso y además «cobrador» de cada pasajero. Realizaba un trabajo mental donde debía sacar cuentas matemáticas en pocos segundos. Por ejemplo, un pasajero se subía y le decía al chofer: ‘Voy al centro’. Ahí, se le marcaba el boleto correspondiente, y la persona usuaria pagaba poniendo las monedas que correspondían.
Otro ejemplo: «Antes se decía: ‘Dos boletos comunes y uno escolar, por favor», relata el hombre. El colectivero cortaba automáticamente esos dos tickets, y decía cuántas monedas había que depositar. «Eran todas cuentas mentales. Imaginate la agilidad que había que tener. Antes, la máquina de cálculo era la cabeza del chofer», rememora Prigioni.
«Mirá, esto es oro en polvo», dice con orgullo el chofer. Y muestra la bocina de un colectivo de la marca Mercedes Benz. De noche, esa misma tapa redonda que servía de bocina se utilizaba, además, como guiño de giro. «Estas piezas no vienen más, no tienen precio. Y yo las tengo nuevas».
Y llega el momento de la campana. Porque hoy, al bajarse un pasajero, toca un timbre y listo. Pero hace 40 años los colectivos no tenían puerta trasera de descenso, y entonces había una campanita atada a una soga que se anudaba adonde estaba el chofer hasta el aparatito sonoro. Un pasajero, al querer descender, tiraba de una roldana y ¡trin, trin!
Cambio de época
-Hoy, la gente sube a un colectivo, paga con la tarjeta SUBE y a veces ni saluda al chofer… ¿Antes era un trato más cálido, más humano el trato entre colectiveros y pasajeros? ¿O la cosa no cambió?
-Nosotros vamos a hablar con los choferes más jóvenes, incluso a veces a darles charlas gratis. Y se habla mucho del trato con la gente. Yo estoy convencido de que hay que aprender a querer este oficio. Porque la calle está cada día más hostil, y la gente es menos tolerante… Pero es todo parte de un gran cambio de época y generacional. El mundo cambió.
Con el tiempo se empezaron a formar monopolios en las empresas de colectivos. Ahí hay un primer cambio. Pero antes, los propios patrones lavaban los coches, comían un asado con los choferes los domingos, hacían juntos la mecánica de las unidades. Y el lunes, a laburar. Así era en nuestra época.
Marcelo Prigioni pierde la mirada por un momento, quizás sorprendido por la sorpresa de un recuerdo. El mismo perrito fisgón se acerca y recibe una caricia en el lomo. Luego sigue mostrando los objetos. Él mismo es un testimonio de un tiempo remoto y que no volverá, pero del que quizás hay muchas cosas de las cuales habría que volver a aprender.
La revancha de las bombuchas
Prigioni relata una insólita anécdota, quizás la más graciosa en unos 40 años de oficio a bordo de un colectivo. Corría el verano de 1984, y el hombre conducía el coche 2 de la línea 13. Era carnaval. Y en bulevar había grupos de chicos y jóvenes jugando con agua. «Me mojaron, mientras yo estaba manejando el colectivo. Me dejaron hecho sopa. ¡Ay, cómo me puse!», rememora con una sonrisa.
Se venía la revancha. Lo que hizo el chofer fue recorrer unas cuatro o cinco cuadras, hasta que el coche quedó vacío de pasajeros. Ahí nomás, se bajó, entró a un kiosco y compró una bolsa de bombitas para agua (las conocidas bombuchas). Y se fue a cargarlas con agua en una estación de servicio.
Volvió al lugar donde estaban los chistosos y les tiró varias bombitas. Los pibes empezaron a correr el colectivo. Justicia poética, que le dicen. «Más allá de la anécdota, ese episodio fue también una de las tantas alegrías que me dio ser chofer de toda la vida», concluye.
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